viernes, 29 de octubre de 2010

un cuento mirmidonio de Zujaira (mi pueblo)

MIRMIDONES.

Se pagaba con grano y sal. La mayoría de los jornales no daban ni para un par de barras y por septiembre empezaban a tronar las tormentas de voces en las casas, tormentas famosas por las que se conocía al pueblo. Eran voces de dolor de estómago de llevar más de siete días sin comer más que cebollas fritas o cardos o a lo mucho unas gachas, eso el que comía algo porque la gran mayoría se alimentaba del agua del pilar y claro salían novias nuevas y cada año más niños pedían comida y así una y otra vez hasta que llegó el año del tuerto.
El tuerto llegó al pueblo con una cuadrilla de mercenarios porteños y les mandó construir el granero, antes nunca se había sabido dónde se llevaba el señorico el grano, dónde lo metía, pero ahora se sabía que era en grandes graneros como el que El Tuerto estaba encajonando por debajo de la Realenga. Los brazos tiznados de los porteños y el sudor de sus axilas cubrían de un manto cieno y húmedo los cimientos del coloso que albergaría al cuerpo divino que alimentaba a los de la ciudad durante todo el año. Palo a palo y casco a casco fueron colocando el granero por debajo de la Realenga para que se sellara allí la cosecha de próximos años.
Al principio pareció que iba a ser un buen invento porque llegaban nuevos chismes sobre las nuevas máquinas que estaban poniendo en Barcelona y dijeron que a lo mejor se iba a poner en el pueblo una fábrica de Pan para producir para toda España, fíjese usted que tontería. Los ricos de mi pueblo jamás quisieron producir sino para su bolsillo y la tierra una vez escaldada de los enojos que le causaban se pudrió hasta que llegaran manos bravas a cuidar de su silencio.
Aquel año hubo menos faena y los mocicos eran muchos, y la sequía había dejado sin remolacha los campos, y sin azúcar y sin grano no se tenía ni para empezar el verano.
Un italiano se había pasado una mañana a rezar el rosario a los jornaleros y después todos montaron una fiesta de palos y gritos en la plaza, hasta que llego la guardia y se lió a pegar tiros al cielo que en vez de sangrar por el daño, se reía sólido e imperturbable.
Yo no sabía que era ser italiano pero como todos los niños decían que el italiano era italiano yo lo digo y ya está, el italiano traía libros para los que supieran leer y los que no sabían leían los dibujos que traían los libros. Él, viejo para las ostias, daba la cantinela por las tardes y luego se iba a no se que sitio de por encima del cortijo de Sabino.
Esa tarde me colé en la alacena de los señoricos con plan de pillarle un par de onzas de chocolate y la muy puerca de la sirvienta se lió con el chillerío y despertó a los capataces que andaban envueltos en moscas roncando la siesta del mediodía. Salí a Correr sin pensarlo siquiera y atravesé las cercas sin que supieran por dónde me había escabullido, con los bolsillos hinchados de dulces y mantecados que los señoricos tenían de todo lo que nunca se comía en el pueblo. Sólo escuché un petardo detrás mía y luego un chiflido, zas, me habían alcanzado pero seguí corriendo como alma que lleva el diablo, sabiéndome perdido si me enganchaban los esbirros de los “bien peinaos”…
Cuántas horas corrí es una incógnita que no puedo revelarles por que ni tan siquiera haciendo un esfuerzo recuerdo por dónde pisaron mis pies.
Lo que si sé es que llegue a la cabaña oculta del italiano en la que dos Zánganos como el italiano guardaban la puerta y me decían “Como se quiama” “Cosa fai” y cosas así que yo les había escuchado ya, seguro que no sabían ni hablar, lo bueno es que me dijeron que pasara porque yo estaba muy cansado de tanto que había corrido y me quería comer el chocolate no vaya que se me derritiera en el bolsillo.
Me dieron jabón y agua, me dieron un poco de pan para el chocolate aunque tuve que compartir mi botín con ellos. El viejo, el que hablaba todas las tardes en el bar de la plaza, me dijo que todo lo que uno le quita a los ricos debe compartirlo con aquellos que son de su clase, que lo decían los libros del saber que el se encargaba de recitarle al pueblo. Yo no tenía clase por que eso eran cosas de los grandes, yo solo tenía hambre y por eso había robado, encima del perdigón en el costado tenía que darle la mitad a los zarrios esos.
Se la di, pero sólo a cambio que me enseñara a leer los libros para ver si era verdad que ponían eso que el me contaba y si no era así les haría que vomitaran todo el chocolate a fuerza de darles pedradas en el estómago.
Se reían mucho conmigo y en el fondo yo me lo pasaba mejor que en mi casa, porque ellos no veían mal que robara y mi madre cada vez que le traía algo del campo o de los establos del señorico me daba cuatro guantás y me acostaba calentico, encima de rezar un ave maría y un padre nuestro para que Dios me perdonara, pero padre nuestro como el de antiguamente, de eso que no se sabía que estabas escupiendo, porque no se enteraba nadie más que el cura.
El viejo italiano no me decía nada, tan sólo que no le robara a los jornaleros, ya ve usted el problema, si no tenían ni para pagarse un chato en el bar.
Le inflé de vinos y quesos la despensa al italiano que me enseñó muchos libros, cuando llegó el momento me dio que leyera el “Robin hu” y es verdad eso de que se roba a los ricos para dárselo a los pobres. Hubiera podido tirarme así toda la vida, robando y leyendo cosas en los libros, pero el Cortijo Sabino no era la Nachiona Galeri de las bibliotecas decía el italiano… joder ni yo era Robin hu y teníamos la despensa que parecía la de Federico García. Se nos gastaron los libros y aquello de verdad que era un problema porque sino que iba yo a tener como pago a mis trabajos. Los del pueblo habían comido queso y pan, y vino bueno, habían podido hacer potajes y ollas y caldereta, tocino fresco y chorizo y gallinas desplumadas. Y ninguno me había buscado nuevos libros para leer. Me había leído ya “Colmillo blanco” tres o cuatro veces, “El libro de la selva” siete, “Peter Pan” cuatro, “Alicia” tres y al Capuchito ni te cuento por que me lo tenía más repetido que el ajo. Al final, que quieres, tuve que buscarme la vida y me fui mas allá de la alameda para que la gente de Zujaira no me reconociera, por la fuente de la teja pude ver como unos enamorados se revolcaban y me acerqué a ver que hacían, aquellos cuerpos tan asquerosos me provocaron risa y al reírme se asustaron dejándome ver las ubres de la hija del capataz y la cara del Tuerto. Mientras salía a correr pensé que no sería la única vez que habrían estado dándole a la manguera los dos a espaldas del capataz, y la niña sin desposar, y el Tuerto que lo único que tenía era mierda en las tripas, ni dónde caerse muerto, por muy malnacido que fuera. Se iba a poner bonico el capataz si se enteraba de la jugarreta, eso pensé yo, aunque luego he sabido que apaños de esos se hacían entre los ricos de todo tipo. Que a los picha flojas de la familia les daban a las preñás para que no hubiese rumores ni de “inversión” ni de “deslices”. Cosas de los ricos que no les gustaba que la gente de la calle andara con el cotilleo siempre.
Seguí la vereda de la Fuente y llegué a Asquerosa por el camino de Láchar. Por el Camino fui leyendo un libro que me había dejado el italiano, el libro de “Pedro Prokin”, y la verdad es que me gustó por que hablaba de hormigas, y yo no sabía que las hormigas eran tan importantes, yo a lo mucho jugaba a subirlas a un palillo, sin embargo allí se decía de ellas que eran capaces de montar un regimiento para buscar la comida para todo el invierno. Pasé por enfrente de la iglesia de Asquerosa y en una casa estaban metiendo un mueble negro que sonaba, luego me entere que eso se llamaba piano y que esos tenían uno en todas las casas que tenían, ya ves un mueble pa tocar canciones cuando con una pandereta se apaña uno mejor, la cosa es que si les daba la guita para comprar tantos pianos lo mismo también tenían libros pa llenar espuertas. Esperé a la noche y vi como se iban todos, salté el portón y sobre la tapia estuve a punto de caerme pero al final pude colarme por el resbaladero hasta el patio dónde un perro ladraba poniéndome en un aprieto. No le di queriendo, fue un acto reflejo, no se puede hacer tanto ruido a esas horas, la gente esta acostada y si los despiertas les pasa como al capataz cuando me pilló la puerca de la sirvienta en la alacena de los señoricos.
La puerta interior daba a la cocina y estaba cerrada, suerte que el perro sería de mi estatura y pude colarme por la rejilla de la puerta adentro. Chorizos y morcillas para vender para montar un puesto y si son mantequilla fresca y huevos tres cuartas de lo mismo. Cuando seguí avanzando caí en la cuenta en que no llevaba ni mistos para encender una mísera vela y la luz que me entraba de la calle valía para dar aire de misterio al cuadro pero desde luego no para leer los títulos de los libros. Porque vaya si había libros, una biblioteca entera, Homero, Virgilio, y no se cuantos cortijeros más que habían escrito el suyo, Ovidio, Herodoto, luego nombres muy raros, Honore Balzá, Mallarmé, gente que era seguro de Asquerosa como uno que se llamaba Garcilaso, aunque como no le gustaba decir Asquerosa decía Garcilaso de la Vega, como si no supiéramos que los señoricos de Asquerosa no les gustaba decir que eran de Asquerosa. Pasé muchas horas tirado en el suelo de aquella pequeña salita, horneando versos que se me disfrazaban de horas, comiendo de su néctar amargo que me hacía dibujar en el cielo de la habitación densos escenarios de luces majestuosas de adornos tornasoles.
Quede dormido y volví a despertar, pero la casa seguía en calma y me dí cuenta que la habían dejado unos días, pude ver como había unas escaleras que facilitaban el acceso a la parte alta de los estantes, y entre trozo de chorizo y trozo de morcilla, subí a olismear por sí podía hacerme con alguna joyita de aquel festín de letras.
Me aburrí de buscar y había seleccionado lo menos treinta títulos para llevarme cuando un pequeño resbalón me hizo agarrarme a un tomo de piel curtida con letras de oro que decía “Animalario Exótico”, como casi caigo con el encima me dije que era una señal del destino y me lo llevé.
Con una carretilla y una bolsa que encontré en la cocina cargue quince chorizos, diez morcillas, dos ristras de pimientos de guiso, un par de kilos de cebollas y cuatro o cinco cabezas de ajo, los treinta y pico volúmenes, cinco cajas de cigarros y dos botellas de cognac, que es una cosa que sabe a rayos la primera vez que la pruebas pero que luego se te vuelve dulce en la boca. Busque la noche como una rata que quiere hurgar en el lodo y me daban las patas en el culo para ganar el camino “Los picos”. Tuve que echarme a la acequia viendo venir a los serenos con el candil en la vara, y ahí creo que se me perdió el librito ese de las “Soledades”, pero al fin y al cabo y después de casi siete días fuera llegué a la noche del día siguiente al Cortijo.
El italiano no estaba, los peperoni me dijeron que se iba a montar un sarao que todos los periódicos iban a tener que venir a Zujaira. Y es que resulta que como me había ido esos días la comida había vuelto a escasear y en el pueblo se tenían que comer los jaramagos para poder subsistir. Recordé el dolor de la tripa en mis hermanos y por primera vez entendí de veras el mensaje del italiano aquel primer día. El carro se lo llevaron vereda abajo para que los niños chicos y las madres pudieran medio pasar unos días.
Cuando llegó el italiano me cosió a besos y yo empecé a pensar que se creía mi padre o que se estaba volviendo mariquita.
Supongo que fue entonces cuando los civiles se pusieron encabronados porque alguien allí en el cuartelillo le tiraría de las orejas por dejar que les robaran tanto chorizo. LA cosa se puso dura y muy a las malas conseguía algun trofeito para mí y para el italiano, imagínense buscar para la demás gente. Entonces tuve más tiempo para leer porque mi trabajo era esencial y nadie lo podía hacer, pero tampoco podía arriesgarme a que me trincaran aquellas malas bestias que fumaban tabaco negro sin parar y se cortaban el bigote de forma afeminada.
Empecé a leer el animalario y puedo decir que era algo sorprendente las maravillas que uno encontraba allí, había bichos que solo comían eucalipto, que era una planta que también se usaba para vapores descongestivos, había murciélagos de tres cuartas que les llamaban vampiros. Pero lo mejor era cuando llegaba uno a los insectos… Recuerdo una que le gustaba cargarse al macho después del fornicio, cosa que no dudo gustaría también de hacerse en otras especies pero las mejores volvieron a ser mis amigas las hormigas. Mirando el dibujo del libro pude ver que esas hormigas tenían primas hermanas en la vega y me fui buscando por entre todos los rincones, matorrales y alcaparras algún hoyuelo donde alcanzar a coger alguna.
Las hormigas eran los bichos mas interesantes que habían existido en el reino animal, porque sin duda aparecer en dos libros aunque uno fuera solo de bichos es demasiado para una sola especie y eso quería decir algo.
Casi en la vía por el lado que da a la alameda encontré al fin un hormiguero de dónde brotaban afanosamente las individuas en cuestión, cual fue mi sorpresa que al acercarme fuera de espantarse como cualquier bicho viviente ellas continuaban con su tejer alimentario, con su cualificado trabajo recolector a sabiendas que un pequeño zarpazo mío eliminaba a unas cuantas del tirón. La unión colectiva por encima de la valía individual. Y entonces lo ví clarísimo, entonces supe que el destino me había puesto en aquel sitio y me había dado a conocer a aquella especie con el fin de cambiar para siempre los modos de zafarse de los guardas de fincas, de los civiles y demás incordios para el insigne trabajo que debía llevar a cabo.
Volví al Cortijo aquella noche con una idea bestial rondándome la cabeza.
Sin embargo la podrida realidad nos golpearía una vez más, ví a unos cuantos subiendo pa el Cortijo y me eche a los olivos previendo que iban a buscarnos. El tuerto iba con ellos, solo se que ya no era risa lo que me provocaba su cara… aquella noche vi como mataban y quemaban a los peperoni con el italiano, y sus llamas forjaron un fuego dentro de mi que ya más nunca se apagó, era un fuego mezquino que se gustaba de prender a cada instante sin dejarme otra cosa como remedio más que el llanto amargo de quien a perdido su única libertad, porque la vida se puede perder en cada esquina pero la libertad solo hay una forma de perderla. Me recosté sobre las mismas piedras que habían alumbrado mi aprendizaje en otros días ya lejanos y recordé a Robin Hu, a Pedro Prokin y las hormigas. Pasaron casi dos lunas llenas para que el dolor me dejar pensar y de vez en cuando aun me brotaban sin sentido alguno las lágrimas como queriendo ser dueñas de mis movimientos, acobardarme o dejarme ciego para que no pudiera ver el futuro prospero que quería tejer para la gente humilde del pueblo, para los pobres que siempre terminaban con una ráfaga cosida al pecho si les daba por luchar por algo suyo. Me dije a mi mismo que la única manera de vencer al oponente era seguir robándole por que mediante la lógica, su lógica de fuego y sangre era más poderosa, por que tenía más reales para pagar pistolas.

Supe por el libro que las hormigas siguen un rastro determinado y que cuando chocan entre ellas se transmiten la información, así que me limité a unir los saberes de los dos libros que había leído sobre hormigas y dispuse un complejo entramado para conectar el hormiguero con el granero que el Tuerto había dispuesto debajo de la Realenga. Por mis cálculos después de dos semanas contando el flujo persistente de hormigas que entraba al hormiguero, hacían falta cuatro días para vaciar completamente el granero. Lo de menos era abrir el agujero para que las hormigas entraran, lo peor era despistar la severa atención de El Tuerto que vigilaba día y noche su magna obra… recordé entonces nuestro casual encuentro y me jugué la única baza que podía jugarme. Picó el anzuelo a la primera porque un hombre desesperado siempre es un hombre dispuesto a transgredir las normas. La cosa es que no era precisamente feo el condenado pero que se le va a hacer, era mi única opción. El crimen, permitan que sea algo privado, aunque no les diré que murió sin sufrimiento.
El fin de semana no había nadie que guardara el granero, y todo permanecía en calma exceptuando mi legión de fieles servidoras que recolectaban el grano para el interés de los pobres. Siguieron el rastro marcado por más de medio kilómetro sin perder nunca el rumbo y a juzgar por la eficiencia dudo mucho que fuera yo el que gestara el plan en solitario. A las doce del Domingo mientras la misa se acababa, las últimas hormigas se encerraron en su foso. Tres días dí de margen a las autoridades para verificar la muerte del Tuerto, para certificar el robo del granero y poner en cuarentena a toda la vega santísima, para después darse por vencidos por que al final de todo que sabían ellos si apenas leían los libros.
Cuando pasó el tiempo suficiente me fui caminito abajo a la vía con la sonrisa puesta de largo y una vara rasgando el silencio del camino. Llegué al sitio dónde las entrañas de la tierra guardaban celosas el grano que mi legión había sido capaz de arrebatar a los infames y con la vara abrí el hueco intentando dar con el rubio trigo que se molería en todas las tahonas caseras de Zujaira.
Enorme como un águila se alzó una hormiga del tamaño de mi cabeza y me dijo… “Soy Aquiles y no descansaré hasta hacerte pasto para los cuervos”… en aquel instante resucité en medio del pueblo alterado que pedía la cabeza del capataz, y sentí rabia de no haber leído primero la Íliada para prevenir el ataque feroz de Aquiles.

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